Resulta difícil entender cómo, durante los sesenta años que siguieron a la Revolución soviética, la versión de la matanza de la familia imperial rusa en Ekaterinburgo, en la noche del 16 al 17 de julio de 1918, ha tenido fuerza de ley absoluta. En Ekaterinburgo murieron, sí, el zar Nicolás II y su hijo, el zarevich Alexei, pero sobrevivieron la zarina Alexandra y sus cuatro hijas, en contra de lo que hicieron creer los rusos blancos, cuyo montaje se ha impuesto hasta ahora a la «historia oficial», por lo que habrá que corregir, en el curso de los próximos años, millones de ejemplares de diccionarios, libros de historia y anuarios de geneaología.
di Miguel Asiain da El Pais del 10 febbraio 1980
El misterio, al respecto, es la conspiración de silencio que mantuvieron los que sabían, desde los miembros de diversas familias reinantes de Europa, hasta las propias interesadas.La única explicación, hasta ahora, sería que la emperatriz y sus hijas, tras su salida de Rusia, no sólo se escondieron bajo identidades falsas, sino que pidieron silencio a todos cuantos sabían de su existencia, fuese por miedo o como consecuencia de un pacto del que dependiese su vida.
Hubo una excepción, la de la gran duquesa Anastasia, cuyos pleitos ocuparon la atención mundial durante medio siglo desde que, en 1920, la que se hizo llamar Anna Anderson intentó suicidarse en Berlín.
La gran duquesa Anastasia, pese a que perdió todos sus pleitos y nunca consiguió el reconocimiento judicial de su identidad, es ahora la última hija superviviente de Nicolás II y reside en Estados Unidos, donde está casada con el médico John Manahan. Tiene 79 años de edad y no tiene descendencia.
Anastasia, que había escapado de su «jaula soviética», abandonando a su madre y hermanas, rompió el pacto del silencio. Parece que durante su huida sufrió numerosas violencias que desequilibraron para siempre su mente, lo que explica las contradicciones de sus declaraciones y sus mentiras.
La verdad sobre la suerte de la zarina y de sus hijas no fue aclarada por los pleitos de Anastasia ni por los numerosos libros y artículos que se publicaron en revistas y periódicos sobre ella.
La verdad sólo se ha hecho camino hace pocos años, cuando dos periodistas británicos, Anthony Summers y Tom Mangold, publicaron, en 1976, su libro The file on the Tsar (Víctor Gollancz Ltd., Londres).
Ese libro fue una aportación fundamental, basada en una investigación llevada a cabo durante cinco años, que ha puesto de relieve cómo se hizo el montaje -por los rusos blancos, no por los soviéticos- M mito de la matanza colectiva de la familia imperial en Ekaterinburgo.
Alfonso XIII, al corriente
No es preciso reseñar aquí la argumentación de Summers y Mangold, ya que la Editorial Plaza & Janés publicó en 1978 una edición española del libro, enriquecida con un capítulo sobre la intervención del rey Alfonso XIII en el caso.
Resumiendo: puede decirse que el libro demuestra que la zarina y sus hijas vivían todavía, varios meses después de la fecha «oficial» de la muerte de «toda» la familia imperial, en la ciudad de Perm, y que lo sabían tanto Alfonso XIII como el papa Benedicto XV.
Algo hay sobre el tema en el libro de Julián Cortés-Cavanillas Alfonso XIII y la guerra de 1914, pero, sobre todo, en un artículo publicado por Abc, el 21 de octubre de 1979, delprofesor y académico Carlos Seco Serrano.
Seco Serrano, basándose en el archivo de Eduardo Dato, primer ministro de Alfonso XIII en aquel entonces, ha demostrado que, por lo menos hasta octubre de 1918, el Rey de España tenía pruebas de que todavía vivían «la viuda y las hijas» del zar.
Pero preguntan los que aceptan dicha tesis: ¿qué pasó con la zarina y sus hijas después de la estancia de las mismas en Perm, a trescientos kilómetros de Ekaterinburgo?
Hace dos meses, la agencía Efe dio desde Roma la noticia -recogida por EL PAIS el 5 de diciembre pasado- de que se había localizado en un cementerio de la capital italiana la tumba de la gran duquesa María, tercera de las cuatro hijas de Nicolás II y de Alexandra Feodorovna.
Además, se informó entonces que la gran duquesa María había dejado un testamento ológrafo, con revelaciones sobre su identidad que no podían publicarse hasta ahora, y que tenía descendencia legítima, a la que correspondería la herencia dinástica de los Romanov.
La noticia ha provocado bastante revuelo, principalmente entre los miembros «oficiales» de la familia Romanov, entre ellos los familiares del príncipe Wladimir de Rusia, residente en Madrid, y «pretendiente» al trono de Rusia en virtud de una supuesta ausencia de herederos directos de Nicolás II.
Antes de entrar en detalles sobre la aparición póstuma de la granduquesa María, hay que dejar constancia de otros dos indicios importantes.
El primero es la extraña nota que aparece, al final del capítulo sobre la familia imperial rusa, en el prestigloso anuario británico Burkes Royal Families of the World, editado en 1977 por Burkes Peerage Ltd., de Londres.
Dicha nota dice así: «Aunque la investigación oficial concluyó que el emperador Nicolás II, la emperatriz Alexandra y sus hijos fueron todos muertos en un sótano de la casa en que estaban recluidos, en la noche del 16 al 17 de julio de 1918, hay algunas pruebas que demuestran que la emperatriz y sus hijas fueron conducidas a Perni y seguían con vida algunos meses más tarde.»
Además de Anastasia, la más joven, y de María, la tercera, sobre la cual acaban de revelarse datos muy importantes, hay indicios de que la mayor, Olga, murió en Como (Italia), bajo la identidad de Marga Boodts, en 1977, y que Tatiana, la segunda hija de los zares, murió durante los primeros meses de la segunda guerra mundial (1939 ó 1940), en un convento de monjas ucranianas católicas de la orden Basiliana, en Polonia, bajo la protección del metropolita de Lviv, monseñor Andrei Szeptycki (antecesor del hoy cardenal Josyf Slipyj, quien aseguró a varios familiares suyos haber estado al tanto del asunto).
La noticia revelada hace dos meses es que, en el cementerio Flaminio de Roma está la tumba de la gran duquesa María.
Según la documentación del registro civil de la capital ítaliana, la señora sepultada allí era la viuda del príncipe Nicolás Dolgoruky y, de soltera,era la condesa Ceclava Czapska, fallecida en Roma el día 1 de diciembre de 1970.
Una lápida rara
En la lápida de la sepultura, además de esos datos y de la fotografia de la difunta, hay algunas cosas raras, como la corona imperial rusa y el tratamiento de «alteza imperial» (nunca utilizados por el príncipe Nicolás Dolgoruky, fallecido en Bruselas el 19 de enero de 1970, y que fue, en marzo de 1939, efímero rey de Ucrania, destronado al cabo de tres días de su proclamación por las tropas de Hungría, al parecer teledirigidas por Hitler).
También figura en la tumba el apellido Romanov, que no se explica suficientemente por el lejano parentesco del príncipe Dolgoruky con la familia imperial rusa.
Esos misterios tienen su explicación en un documento hasta ahora secreto, por voluntad expresa de su autora, quien dispuso que no pudiese publicarse antes del presente año, por motivos que se ignoran.
Se trata de una carta autógrafa, redactada en Bruselas el 10 de febrero de 1970, y dirigida al nieto de la difunta, el príncipe Alexis d’Anjou-Durassow Dolgoruky, quien reside en Madrid ahora.
El texto en francés dice- «Declaro que yo, Ceclava Di Fonzo Czapska, a los ojos de la ley en Europa occidental, he vivido bajo una falsa identidad desde el 1920 para mi salvaguardia.» Añade que es en realidad «María Nicolaievna, nacida el 14 de junio de 1899, en Peterhof, hija de sus majestades»; es decir, de Nicolás II y Alexandra Feodorovna.
El documento explica a continuación lo que pasó después de Ekaterinburgo: «En la mañana del 6 de octubre de 1918, en la ciudad de Perm, donde estábamos mi madre y mis tres hermanas desde el 19 de julio, fuimos separadas las unas de las otras y llevadas a un tren. Llegué a Moscú el 18 de octubre, y allí Gueorguy B. Chicherin, primo del conde Czapski, me entregó al representante ucraniano, bajo el apellido Czapski, para que saliese hacia Kiev en un tren militar.»
Añade el documento esos datos: «He sid9 protegida en Kiev por el general príncipe Alejandro N. Dolgoruky, jefe del Estado de Ucrania y padre de mi esposo legítimo, el príncipe Nicolás Dolgoruky, llamado «Di Fonzo», quien recibió dicha identidad, extendida a mi persona, por orden de la reina Elena Nicolaievna, en 1920.»
Antes de seguir con el texto del documento es preciso dar explicaciones sobre algunos detalles de su contenido, y en primer lugar sobre las falsas identidades que usó la gran duquesa María durante su vida.
La primera es la de condesa Ceclaca Czapska, que le fue otorgada por el Gobierno de Ucrania (entonces independiente), al parecer, tras gestiones diplomáticas con el comisario (ministro) soviético de Asuntos Exteriores, Chicherin, que manifestaría en 1922, en Génova (Italia), a varios periodistas occidentales: «Ignoro lo que ha sido de las cuatro hijas del zar», lo que, por lo menos, indicaba que no estaba seguro de su muerte.
La identidad de Di Fonzo fue otorgada por el Gobierno italiano, en 1920, a petición de la reina Elena (Nicolaievna, es decir, hija del rey Nicolás de Montenegro), esposa del rey Víctor Manuel III de Italia.
La parte «dinástica» del documento, que más nerviosismo ha creado entre los actuales príncipes Romanov, hasta ahora titulares de la «exclusiva» del apellido, es la siguiente: «Ya no teniendo noticias de mi hermana Tatiana Nicolaievna, y mi hermana Olga Nicolaievna no teniendo descendencia, en mi calidad de heredera natural al trono, instituyo como legatario universal a mi único nieto, hijo de mi hija mayor Beata, Alexis, nombrándole mi único sucesor en mis derechos con el apellido Romanov-Dolgoruky, para él y su descendencia, como zarevich y granduque.»
Se trata de un documento privado, pero cuya letra es rigurosamente idéntica a la del testamento ológrafo que la misma persona otorgó, en Bruselas, con fecha 6 de abril de 1970, y que fue autentificado por sentencia del tribunal de primera instancia de Bruselas, de fecha 10 de marzo de 1971, registrado por la notaría de maitre Roland Regout, de la capital belga, en francés, el mismo día, y luego en traducción italiana por los Ministerios italianos de Gracia y Justicia y de Asuntos Exteriores, y finalmente por el consulado general de España en Roma, con fecha 7 de junio de 1971.
Esa legalización por el consulado español se explica por el hecho de que la gran duquesa era propietaria de un apartamento en una localidad de la Costa del Sol, que deseaba dejar en herencia a su nieto.
Rumania tiene la prueba
El referido testamento dice: «Yo, Ceclava di Fonzo-Czapska, instituyo como legatario universal a mi nieto Alexis Romanov-Dolgoruky, habiendo estado a su cargo.» La firma es C. di Fonzo.
Al margen de esos documentos, se ha sabido que la gran duquesa María y el príncipe Nicolás Dolgóruky se casaron en Rumania, concretamente en la iglesia del palacio real de Sinaia, el 20 de enero de 1919, ceremonia de la cual debe quedar constancia en el archivo de Estado de aquel país, quizá con alguna indicación sobre la verdadera identidad de la novia.
De ese matrimonio nacieron dos hijas, las princesas Beata y Yolanda, y de la mayor, casada el 15 de abril de 1947, en El Cairo, con el príncipe Basilio d’Anjou-Durassow, duque de Durazzo, nació el 4 de mayo de 1948, en la ciudad que se llama ahora Bukavu (Zaire, entonces Congo belga), el príncipe Alexis.
Este, por el testamento otorgado en Roma, con fecha 4 de mayo de 1969, habíasido adoptado y designado heredero de la corona de Ucrania por su abuelo materno, el príncipe Nicolás Dolgoruky, con el asentimiento del padre del interesado, quien falleció, también en Roma, el día 3 de enero de 1971, y cuya sepultura lleva la inscripción « Basilio, príncipe de Anjou ».